Glauka es ahora una vieja sirena que, jubilosa por la gracia
recibida, se inclina con apasionado fervor, besa reverente el umbral de la gruta,
eleva su agradecido corazón a la Eterna, la que pervive con diferentes nombres,
la Madre de sucesivos dioses, el gran Útero,
origen sagrado de toda vida.
La vieja sirena se arrastra con las manos, tal como
subió la escala aquella remota noche y
se sorprende al recordar. Tiene memoria y comprende que no la ha perdido porque
sigue siendo súbdita del tiempo y de la muerte. Contemplando el mundo sublunar
se da cuenta de que aquella catarata que
la arrebató al convertirse en mortal
acaba de petrificarse. La nube se desplaza, sí, en lo alto, la punta de los
cipreses se balancea, pero son movimientos de durmientes, balbuceos
inexpresivos. Lo mismo ocurre en sus ríos interiores: La sangre, la linfa, sus
humores siguen sin duda corriendo al impulso del tiempo, pero apenas los
perciben los ahora los torpes sentidos de Glauka.
Y entonces la vieja sirena tiene prisa…
Texto extraído de la novela la vieja sirena.
José Luis
Sampedro
Fotografía de Jurema